El pasado fin de semana estuve en el concierto de la cantautora María Rozalén (muy grande, por cierto) y durante el mismo, y a modo de introducción de una de sus canciones, dijo algo con lo que estoy bastante de acuerdo. Ella cree que la gran enfermedad del mundo es la falta de empatía. Yo creo que es una de las que padece la humanidad, que no la única, pero sí fuente de una gran parte de su sufrimiento.
Abusamos de la palabra empatía, la tenemos tremendamente manoseada y desvirtuamos la importancia de su verdadero significado. Como una moda más, nos encanta hablar de empatía, se nos llena la boca resaltando la importancia de que la misma esté presente en todos los ámbitos de la vida y aseguramos indiscriminadamente que somos personas empáticas. Tendemos a usar empatía y sensibilidad indistintamente cuando no son lo mismo. La empatía es, de un modo sencillo, la capacidad para ponerse en el lugar del otro pero no sólo desde un punto de vista racional o cognitivo, sino participando afectivamente en su realidad.
En definitiva, empatizar supone
SENTIR CON EL OTRO.
¿Sabías que estamos biológicamente equipad@s para la empatía?
La evolución nos ha dotado neurológicamente para ser capaces de desarrollar multitud de comportamientos sociales. Los seres humanos (y otros animales también) poseemos un tipo de neuronas que se localizan en diferentes zonas del cerebro y que juegan un papel fundamental en determinados comportamientos sociales como son la imitación, la empatía o el altruismo. Son las llamadas neuronas espejo
o neuronas especulares, un tipo de célula nerviosa que se activa cuando realizamos nosotr@s mism@s una determinada actividad, pero también cuando se la vemos realizar a otra persona, lo que explica que seamos capaces de dar significado a los comportamientos de l@s demás y “leer” sus emociones. Pero claro, para eso primero tenemos que prestar atención a otro ser humano.
Hay un requisito necesario, pero no suficiente, para empatizar que es ser capaz de
ESCUCHAR, y aquí ya empezamos a estar mermad@s. Porque claro, estoy hablando de escuchar de verdad, escuchar activamente, no lo que solemos hacer la mayor parte del tiempo. Seguramente algunas de las personas que estén leyendo esto estén pensando: “¡menuda chorrada! si no eres sord@ eres capaz de escuchar”. Pero no, si no tienes problemas auditivos o neurológicos eres capaz de oír, pero eso no significa que seas capaz de escuchar de verdad.
Padecemos una especie de sordera emocional, selectiva, escuchamos desde nuestro egocentrismo, escuchamos para contestar y soltar nuestro rollo. Lo que diga la persona que tengo frente a mí no modifica en nada, o en muy poco, el discurso que yo tengo prefabricado y enlatado en mi cerebro. Mi discurso, mi verdad, mi punto de vista, mi perspectiva. Yo, el ombligo del mundo.
Es curioso que en algunas ocasiones no sabemos qué hacer con nuestra propia vida, la tenemos completamente patas arriba, destartalada, y sin embargo, siempre sabemos con toda seguridad qué es lo mejor para otra persona. Algunas personas, bastantes personas diría yo, llevan en su interior a un “aconsejador compulsivo” (o aconsejadora, claro). En ocasiones son verdaderamente osad@s y sentencian las conversaciones con un enorme y pesado “tú lo que deberías hacer…” o “tú lo que tienes que hacer…”. Otras veces son un poquito más prudentes y te asignan un, engañosamente cargado de empatía: “yo en tu lugar lo que haría…”.
Yo en tu lugar…
Pero no lo estás, y aunque lo estuvieras, nunca sería los mismo porque no eres esa persona. Es más, aunque la situación o el problema del que se está hablando sea tremendamente semejante a lo que tú has vivido o estás viviendo, sigue sin ser lo mismo. Tu bagaje, tu personalidad, tus recursos, tu entorno y en definitiva todo tu mundo, es distinto al suyo. Igual ni siquiera conoces la trayectoria que lleva esa persona ni las cosas que ha vivido y la han colocado en el lugar que ocupa ahora mismo en el mundo, que aún geográficamente idéntico, es psicológica, social y emocionalmente distinto. Es otro lugar, al que sólo puedes asomarte escuchando de verdad y empatizando.
¿Te gustaría estar diciendo la verdad cuando aseguras ser una persona empática? Pues te animamos a que empieces por hacer lo siguiente cuando estés frente a alguien que te habla:
Escucha…
escucha…
escucha…
escucha…
y cuando termines con esto…
vuelve a escuchar.
Escucha lo que dicen sus labios y cómo lo dicen, escucha lo que dice su rostro, lo que dicen sus manos, lo que dice todo su cuerpo. Escucha su risa y su llanto. Escucha también lo que calla, atiende a sus silencios y respétalos, no pretendas meter palabras donde no caben. El silencio también comunica, y a veces es la única información que la otra persona es capaz de ofrecer cuando lo que quiere expresar duele demasiado y las palabras se quedan pequeñas.
Escucha de verdad, no des por hecho, nunca supongas, siempre pregunta, escucha sin juzgar y no lances consejos como quien lanza dardos porque podrías herir a alguien. Si te los piden, sé muy cuidados@ y delicad@ con lo que dices, ya que será la otra persona, y no tú, quién tenga que asumir las consecuencias de seguir dicho consejo. Si no te los piden, mejor, eso hace menos probable que metas la pata y además indica que posiblemente hayas hecho bien las cosas: la persona se ha sentido escuchada y eso era, al menos en ese momento, todo lo que necesitaba.
Porque a veces lo único que necesitamos es que se pongan en nuestros zapatos.